LA REVOLUCIÓN INFORMÁTICA Y LOS PROCESOS DE LECTURA Y ESCRITURA.
Emilia Ferreiro. Lectura y vida. Nº 4, 1996
No hacen falta muchos argumentos para convencer al público letrado de una vivencia cotidiana: la aparición y rápida diseminación de las computadoras de uso personal está transformando rápidamente nuestros modos de producir y leer textos. La expresión computer literacy esconde más de lo que explicita: una buena parte de la población, supuestamente letrada, resulta iletrada en relación con esta nueva tecnología.
Los que ya habían llegado a la galaxia Gutenberg deben reciclarse rápidamente. Pero ¿qué haremos con los que ni siquiera llegaron al libro impreso? Con la aparición de las computadoras el abismo que ya separaba a los no alfabetizados de los alfabetizados se ha ensanchado aún más: algunos ni siquiera llegaron a los periódicos, los libros y las bibliotecas, mientras otros corren detrás de hipertextos, correo electrónico y páginas virtuales de libros inexistentes.
LA REVOLUCIÓN INFORMÁTICA Y LOS PROCESOS DE LECTURA Y ESCRITURA.
EMILIA FERREIRO: Investigadora del Departamento de investigaciones educativas del CINVESTAV del instituto nacional de México.
EMILIA FERREIRO: Investigadora del Departamento de investigaciones educativas del CINVESTAV del instituto nacional de México.
No hacen falta muchos argumentos para convencer al público letrado de una vivencia cotidiana: la aparición y rápida diseminación de las computadoras de uso personal está transformando rápidamente nuestros modos de producir y leer textos. La expresión computer literacy esconde más de lo que explicita: una buena parte de la población, supuestamente letrada, resulta iletrada en relación con esta nueva tecnología.
Los que ya habían llegado a la galaxia Gutenberg deben reciclarse rápidamente. Pero ¿qué haremos con los que ni siquiera llegaron al libro impreso? Con la aparición de las computadoras el abismo que ya separaba a los no alfabetizados de los alfabetizados se ha ensanchado aún más: algunos ni siquiera llegaron a los periódicos, los libros y las bibliotecas, mientras otros corren detrás de hipertextos, correo electrónico y páginas virtuales de libros inexistentes.
¿Qué desafíos plantea esto para la educación pública? ¿Qué pasa con la gran mayoría de los maestros en la gran mayoría de los países periféricos? En estos países (donde está la mayoría de la población mundial) el conjunto de los individuos que llamamos elementary teachers y el conjunto de aquellos que han accedido a computer literacy tienen una intersección nula(o casi nula).
¿De qué alfabetización hablamos en términos escolares? En las aulas escolares están ahora los ciudadanos del siglo XXI. ¿Los estamos preparando para la alfabetización del próximo siglo o para la del siglo XIX?
Para entender lo que está pasando ahora, y lo que puede pasar, hay que hacer un poco de historia, ya que lo que llamamos leer y escribir ha ido cambiando en el transcurso de los siglos. Por razones de espacio nos limitaremos a la historia occidental (haciendo esporádicas referencias a lo que ocurría, mientras tanto, en lo que llamamos de manera marcadamente eurocéntrica, el oriente).
Un poco de historia
En un libro ya clásico, William Harris (1989) trata de responder a la siguiente pregunta: ¿cuántas personas podían leer y cuántas escribir en el mundo greco-romano? La pregunta no es banal, porque el origen del alfabeto se identificó, durante décadas, con la invención de una tecnología simple, eficiente y fácil de aprender, ligada desde sus orígenes a la ciencia y la filosofía contemporánea y a la idea de democracia occidental. En un denso libro de 383 páginas, Harris analiza todo tipo de evidencias históricas (desde la invención del alfabeto hasta el siglo V después de Cristo) y concluye que en ningún periodo hubo algo parecido a alfabetización masiva. Como máximo, estima que el 20% de los hombres urbanos estaban alfabetizados en el 70 a C. Todos los estudios históricos recientes muestran que ninguno de los pueblos antiguos que crearon y utilizaron escrituras (incluida Mesoamérica) eran “sociedades alfabetizadas” según los estándares contemporáneos (que consisten en contar la cantidad de adultos mayores de 15 años que declaran saber leer y escribir y/o que han contemplado como mínimo cuatro años de escolaridad primaria o elemental). El alfabeto, de por sí, no cambió esta situación.
Aquí hay varias historias que se superponen pero que no deben confundirse: p.e., la historia del alfabeto no es lo mismo que la historia de los objetos portadores de escrituras y de sus significados sociales (monumentos públicos, tabletas de arcilla cocida, rollos de pairo o pergamino, libros, etc.); la historia de los tipos de soportes materiales sobre los cuales se escribió y la historia de los instrumentos de escritura es totalmente distinta de la historia de los textos que fueron escritos (registros, cartas, genealogías, contratos, oráculos, decretos y leyes, obras religiosas, científicas o didácticas, épica y poesía); la historia de las prácticas de lectura no debe confundirse con la historia de las prácticas de escritura, ya que se trata de dos actividades disociadas durante siglos; la historia de los libros que atribuimos, con razón, a un mismo autos, no debe confundirse con la historia de la idea de autor, que es una idea muy moderna (Chartier, 1992); la historia de las prácticas didácticas vinculadas con la alfabetización es solidaria pero diferente de la historia de las ideas sociales acerca del acceso a “lo letrado”; y así siguiendo.
La disociación de funciones que hoy días nos parecen solidarias fue la norma durante los siglos pasados: el autor no era el ejecutor material de las marcas; los escribas no eran lectores autorizados; la lectura se exhibió durante siglos delante de poblaciones incapaces de leer lo exhibido, porque era un símbolo de poder entre otros (símbolo del detentador absoluto del poder, quien podía ser, a su vez, analfabeto).
Para los romanos de la época clásica, leer era devolver su voz al texto. La lectura en voz alta era una real interpretación del texto, producto de un cuidado trabajo previo. Por tanto, la lectura de un texto desconocido, colocado de improviso en las manos de un lector para que lo oralizara, se consideraba un absurdo. ¿Cómo podré leer lo que no entiendo?, argumenta un romano en esas circunstancias (Desbordes, 1990). El lector era un intérprete d, en el mismo sentido en que ahora concebimos el intérprete de una partitura musical. Es obvio que un lector entrenado pueda leer en silencio una partitura musical; pero entendemos que la partitura es un texto hecho “para que suene”, y no para dar lugar a lecturas silenciosas.
La comunidad de lectores era reducida y los textos también. Esos textos se copiaban y recopiaban, de preferencia, en un tipo de escritura continua, que hoy día se nos antoja aberrante: sin espacios entre las palabras y sin signos de puntuación. La distinción de las palabras y la introducción de la puntuación quedaban a cargo del lector, era parte de su tarea de intérprete (Saenger, 1991; Parkes, 1992). Es importante señalar que la falta de separación entre las palabras no era asunto de imposibilidad, sino de preferencia: podían escribir de las dos maneras, como hoy en día lo hacemos en cursiva o con caracteres separados, y ninguna de ellas se consideraba errónea, pero preferían la scriptio continua.
Siguieron prefiriendo la scriptio continua a pesar de las ambigüedades que ella podía generar. Los romanos sabían muy bien que la secuencia INCULTOLOCO podía dar lugar a dos interpretaciones contradictorias INCULTO LOCO (lugar inculto) o bien IN CULTO LOCO (en un lugar culto). Y no siempre el contexto permitía decidir entre una u otra interpretación. Un gran lector como Plinio comete un gran error de interpretación, leyendo nada menos que a Aristóteles. En su historia natural, Plinio habla de una rata marina que vive en el agua y pone sus huevos en la costa, por segmentar inadecuadamente el texto de Aristóteles (historia de los animales), que habla de la tortuga marina: HDEMUS; EMUS= tortuga; MUS= rata (Desbordes, 1990).
¿Por qué preferían los romanos de la época la escritura sin espacios en entre palabras? Hay varias razones: como dijimos, los lectores eran pocos y su entrenamiento suponía una educación especial; una actitud elitista estaría en la base de este deseo de dificultar el acceso al texto. Pero recientemente Parkes (1992) ha propuesto otra interpretación, mucho más interesante: los lectores preferían un texto no marcado, frente al cual la competencia del lector se manifestaba más plenamente. En efecto, un texto con separadores (incluida la puntuación) indica al lector qué es lo que debe procesar junto (porque forma parte de la misma unidad) y lo que debe procesar aparte. El texto no marcado expresa la confianza hacia el lector, hacia su inteligencia para restituir la significación del original.
Muchos historiadores consideran que la separación sistemática entre palabras, junto con los procedimientos de mise en page a los que estamos acostumbrados, constituyen la verdadera revolución en la historia de la lectura, antes de la imprenta occidental y superior en profundidad a los cambios producidos por el libro impreso. ¿Quiénes introdujeron la separación sistemáticas entre las palabras? No fueron los escribas de los grandes centros de cultura medieval. Fueron copistas irlandeses, hacia mediados del siglo VIII, en las fronteras geográficas de la cristiandad medieval. Y esa invención tardó siglos en imponerse.
Un poco de futuro
Tenemos tendencia a imaginar que cualquier tecnología introduce cambios psicológicos sustanciales. Sin embargo, no siempre es así: una serie de cambios que durante décadas fueron atribuidos a la imprenta, según ahora sabemos, fueron difundidos por la imprenta pero tuvieron su origen en cambios mucho más sutiles que le precedieron, y que no fueron cambios propiamente tecnológicos: los cambios que dieron lugar a esa “gramática de la legibilidad” (según la feliz expresión de Parkes), a esa visión de la textualidad que hoy día nos resulta familiar (un texto con título y autor claramente visible al comienzo, con páginas numeradas, con índice, con división en capítulos, secciones y parágrafos, con un ordenamiento numérico o alfabetización, con letras ampliadas para indicar el comienzo o titulación, con una puntuación que ayuda al lector a encontrar los límites externos e internos de cierta parte del discurso argumentativo).
La tecnología que permitió la lectura silenciosa, la búsqueda rápida y la citación es anterior a la imprenta. Pero la imprenta introdujo un cambio total y completo en un aspecto crucial: la idea de copia de un mismo texto. Antes de la imprenta, la idea de ejemplares idénticos del mismo texto era un ideal nunca alcanzado. Después de la imprenta se convirtió en una banalidad.
El autor del texto, que ya se había convertido en el autor material de las marcas (el productor del “manuscrito”), tuvo que disputar su autoría con la de los editores. En no pocos casos los editores (personas cultas y no simplemente comerciantes) tenían su propia de idea de ortografía y los autores no siempre tuvieron éxito en lograr que versión editada correspondiera a su propio manuscrito. (Con los editing actuales suele pasar algo similar.)
La máquina de escribir (mecánica o eléctrica) permitió una variación en la idea del “manuscrito”: el susodicho manuscrito (= que escrito de propia mano) podía ser mecanografiado (= grafado por medios mecánicos). La marca personal del autor, su propia letra, quedaba limitada a la firma. Pero la ausencia de lo “grafado a mano” no impedía la manifestación de una marca personal menos visible pero más profunda: su estilo como escritor.
La computadora permite una nueva aglutinación: el autor de las marcas puede ser su propio editor. En el teclado tiene a su disposición una gran cantidad de tipo de caracteres. Antes tenía cuatro opciones: mayúscula/minúscula, subrayado o no. Ahora puede variar el tamaño y el tipo de los caracteres, puede insertar dibujos o recuadros… y puede enviar directamente su diskette a la imprenta. En otras palabras: el autor intelectual y el autor material se complementan ahora con el editor material. La posición frente a lo que escribimos ha cambiado. La posibilidad de transponer, a voluntad, párrafos enteros, o de traer hacia la pantalla partes de otros textos, da al productor grados de libertad antes inimaginables. (Digamos, de paso, que toda una especialidad, vinculada con la crítica textual moderna, está amenazada de extinción: quienes se ocupan del análisis de los manuscritos de autor y su comparación con las versiones impresas, corren el serio riesgo de no contar más con la materia prima de su quehacer profesional. Los autores modernos ya no dejan traza de sus correcciones sobre el papel) (Barbier Bouvet, 1993; Castro, 1994)
Lo innegable es que la pantalla se ha convertido en una superficie privilegiada. ¿Es la existencia de la pantalla de TV o de computadora lo realmente innovador? Con el auge de la TV y la posibilidad de trasmisión instantánea de imágenes a distancia, se habló de la muerte de la escritura, del reemplazo de lo escrito por la imagen directa de los hechos. En términos educativos, se hicieron fabulosas proyecciones: los cursos a distancia, por TV, reemplazarían al cara a cara tradicional. Pero la computadora personal, en su uso más banal de instrumento sofisticado para escribir e imprimir, tanto como en sus usos más recientes de convertir al usuario en un navegante en redes informáticas, reintrodujo el poder de la escritura, aunque rápidamente vinculado al de la imagen, en un nuevo tipo de interacción.
Es por ahora pura especulación el imaginar cuáles de los aspectos de las nuevas tecnologías tendrán el mayor impacto. Lo que es imposible creer es que las “autopistas informáticas” y la proliferación de redes estén abriendo realmente el camino hacia la democracia. Ya nos dijeron durante décadas que el alfabeto era la escritura más democrática de todas y hoy sabemos que se trataba de una visión puramente ideológica de la historia.
En una conferencia reciente, un sociólogo atento a los cambios en el comportamiento lector (Barbier Bouvet, 1993) propuso que el verdadero instrumento que revoluciona las prácticas no es la pantalla sino el aparatito de control remoto. Este aparatito ha creado una “cultura de la interrupción y de la impaciencia” que conduce hacia la fragmentación del texto. Yuxtaponer, privilegiar los “tiempos fuertes” en detrimento de las transiciones, cambiar continuamente antes de tener tiempo de analizar; todo ello constituye un conjunto de comportamientos de la nueva generación (la que nació conviviendo con el televisor) que se trasladan con la mayor facilidad a la otra pantalla de la vida contemporánea: la de la computadora. Podemos suponer, con fundamento, que el modo de actuar frente a estas dos pantallas puede afectar la relación con el impreso, no sólo en frecuencia de uso, sino, lo que es más importante, en el modo de relación con lo impreso. “La manera de circular entre las imágenes (y no sólo en la imagen) cambia
de manera circularen el texto”, dice Barbier Bouvet. Y yo agregaría: cambia también de manera circular entre los textos.
¿Y la escuela qué?
La escuela, siempre depositaria de cambios que ocurren fuera de sus fronteras, debe cuando menos tomar conciencia del desfase entre lo que enseña y lo que se practica fuera de sus fronteras. No es posible que siga privilegiando la copia-oficio de monjes medievales- como prototipo de escritura en la época de Xeros & Co. No es posible que siga privilegiando la lectura en voz alta de textos desconocidos (mera oralización con escasa comprensión) en la era de la lectura veloz y de la necesidad de aprender a elegir la “información” pertinente dentro del flujo de mensajes impresos que llegan de forma desordenada, caótica e invasora.
No es posible que aún se instauren debates acalorados pro y contra las virtudes/inconvenientes de tal y cual tipo de grafías (continuas o discontinuas) en una época en que lo único urgente es introducir a los estudiantes al teclado. El teclado de una computadora y el de una máquina de escribir son básicamente idénticos. Pero máquina de escribir no ha sido aún percibida como un instrumento didáctico por la institución escolar. En un trabajo reciente sobre condiciones de alfabetización en medio rural (Ferreiro y Rodríguez, 1994) pusimos de manifiesto la posibilidad de introducir viejas máquinas de escribir mecánicas en escuelas de comunidades rurales aisladas. La posibilidad: esas viejas máquinas se encuentran en depósitos de instituciones públicas y privadas que se han reclicado hacia máquinas eléctricas o, más recientemente, hacia computadoras personales. Basta con la voluntad de recuperarlas y una mínima inversión para prepararlas.
La utilidad: los niños pueden iniciar sus primeros intentos por escribir con todos los medios materiales a su disposición. La máquina de escribir es uno de ellos, que no compite con el lápiz, sino que es complementario. Pero escribir a máquina tiene un prestigio y una nitidez que la escritura de un escritor principiante no logra. Más aún: en un país donde todavía no los escribientes públicos gozan de de una aureola de prestigio ligada a una supuesta tecnicidad del oficio, poner a disposición de niños de 6 años (y de cualquier edad) ese instrumento, es contribuir a desmitificar ese oficio y, simultáneamente, es contribuir a dar acceso al teclado (medio moderno por excelencia de producción de escrituras… y de acceso al mercado laboral). No sólo eso: cuando un texto ha sido producido a mano, ha sido discutido en grupo y luego se lo pasa a máquina, surgen preguntas y discusiones sobre problemas ortográficos que difícilmente surgen en otros contextos. El texto pasado a máquina adquiere, por su misma naturaleza, un carácter “público”, y entonces se justifican preguntas sobre si “va junto o separado”, si va “con o sin hache”, si “lleva mayúscula”, y otras semejantes. (El rol de la máquina de escribir en el surgimiento de problematizaciones ortográficas no es nada despreciable, ya que la escuela nunca ha encontrado situaciones funcionales para hacer surgir la duda ortográfica)
¿De qué lectura estamos hablando en el contexto escolar? Aprender a obtener información de distintas fuentes, valorarlas y dudar de su veracidad no es, admitámoslo, un ejercicio escolar frecuente. Hablamos mucho del “placer de la lectura”, placer que muchos docentes nunca han experimentado de primera mano. Los hijos de padres alfabetizados y lectores suelen tener la primera experiencia de ese placer (que, en realidad, es menos placer que problematización, ingreso a lo deseable desconocido) en edades tempranas: a los 2 ó 3 años, cuando les leyeron por primara vez un libro y luego pidieron insistentemente que se los volvieran a leer (Ferreiro, 1996). Pero la mayoría de los niños que asisten a las escuelas públicas no han tenido esa experiencia y tampoco la tendrán al ingresar en la escuela. Mal que les pese, parece que la maestra no está allí para leer a nadie, sino para enseñar “la dinámica de la lectura”.
Lo sorprendente e inquietante es que, al mismo tiempo en que aumenta los requerimientos de la lectura para la población demándate de empleos, la investigación pone de manifiesto que aprender a leer no es simplemente una cuestión técnica. Durante décadas nos acostumbramos a pensar que la escritura es una invención puramente técnica, que permite pasar del registro audible al visual, transformando la temporalidad en simultaneidad, convirtiendo el orden secuencial oral en un orden visual lineal. Consecuentemente, aprender a leer no sería más que asociar formas gráficas a unidades fónicas que están inmediatamente a disposición del hablante (o que éste podría reconocer gracias a otro entrenamiento técnico complementario y relativamente sencillo).
Ahora sabemos que esta visión tradicional no sólo sobre simplifica el problema, sino que lo deforma: esas asociaciones sonoro-visivas y gráfico-auditivas son apenas uno de los aspectos (y no el más relevante) del ingreso a la cultura letrada. Aprender a leer y escribir es mucho más que eso: es contribuir a un nuevo objeto conceptual (la lengua escrita) y entrar en otros tipos de intercambio lingüísticos y culturales.
A modo de conclusión provisional.
No se trata de reinstaurar el ya viejo debate entre TV vs. Pizarrón; o sea, no se trata de lamentar las horas que los niños pasan frente a una TV que poco o nada tiene de interactiva y mucho de consumismo pasivo. Tampoco se trata de idealizar las horas pasadas frente al pizarrón, como si fueran por definición, más provechosas que las otras.
De lo que se trata es de estar alertas a los cambios que están ocurriendo- que pueden involucrar cambios más profundos en relación de los ya letrados con los textos, y en el modo en que se alfabeticen las nuevas generaciones- y de reconocer que los cambios necesarios a nivel educativo son muy drásticos, precisamente porque ya, ahora, la escuela pública está tremendamente desactualizada. Si la tecnología informática llegara a servir, como circunstancia disparadora, para repensar lo que ocurre en la escuela, bienvenida sea.
REFERIENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
) Barbier Bouvet, J.F. (1993) “Lire la page comme une image.” En A. Bentolila
(comp.) Parole Ecrit, Image. París: Nathan.
) Carter, T (1931) The invention of printing in China. Nueva York: Columbia
University Press (ed. Original, 1925)
) Castro, R. (1994) “la mano que habla al cerebro.” Substratum, Vol. 2, p. 65.
) Chartier, R. (1992) Libros, lecturas y lectores en la edad moderna.
Barcelona: Alianza universidad.
) Desbordes, F. (1990) Ideés romaines sur l´ecriture. Francia: presses universitaires de Lille. (Traducción al castellano: Concepciones sobre la escritura en la antigüedad romana. Barcelona: gedisa, 1995)
) Ferreiro, Emilia (1996) “Acerca de la necesaria coordinación entre semejanzas y diferencias”. En J. Cstorina, E. Ferreiro, D. Lerner y M. Kohl, Piaget-vogotsky: contribuciones para replantear el debate. Buenos Aires: Paidós.
) Ferreiro, Emilia y Beatriz Rodríguez (1994). Las condiciones de alfabetización en medio rural. México: CINVESTAV y Fundación Kellog.
) Harris, W. (1989) Ancient Literacy. Estados Unidos: Hartad University
Press.
) Saenger, P. (1991) “The separation of words and the physiology of reading”.
En D. Olson y N. Torrance (eds.) Literacy and Orality. Cambridge: Cambridge University Press. (traducción al castellano: cultura escrita y oralidad. Barcelona: GEdisa, 1995)
) Parkes., M. (1992) Pause and Effect. An Introduction to the history of punctuation in the West. Gran Betraña: Scola Press, Hants.
Interesante lectura. Hay muchos aspectos a tener en cuenta y sobre los que reflexionar. Gracias.
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